Después de 12 horas de viaje, finalmente llegó a lo que parecía ser una finca vieja, sola y abandonada. Se bajó del taxi y le pidió al conductor que la esperara un rato; si algo no quería, era terminar varada en el medio de la nada y en ese calor tan insoportable.
Tomó, con cuidado de no ensuciarse, un tubo oxidado que estaba en el piso y comenzó a golpear la reja con fuerza.
—¡Abel! —gritaba—. ¡Pou! ¡Abel!
Transcurrieron al menos cinco minutos y, ante la insistencia del taxista, Annet sacó de su bolsillo un billete de diez valiosos y codiciados azules1.
—Esto es todo lo que tengo, por favor, no te vayas —y, señalando la pequeña casa al fondo, continuó—. Allá puede ser que esté mi papá, un señor que no veo desde hace más de dieciocho años. Te doy estos diez inmediatamente salga. ¿Si? ¿Por favor?
¿Cómo negarse? A este punto, él también deseaba ver el reencuentro; ya el apuro se había largado para darle paso a la empatía.
Desde pequeña aprendió a silbar como el resto de su familia paterna. Bien es cierto que su padre no estuvo presente, pero su tío abuelo se encargó de enseñarle esta habilidad. Si de verdad Abel Pou andaba por ahí, los siguientes 15 minutos de silbidos, golpes y gritos tenían que animarlo.
Alguien conocido andaba cerca…
Cuando Abel se despertó ese 6 de enero, no se imaginaba que se reencontraría con su hija, que volvería a ver a la chiquita de la que se despidió esa noche tan turbia y confusa. Y que esa pequeña, hecha toda una mujer, llegaría buscando las respuestas que él conocía.
Su corazón saltó apenas escuchó el primer silbido, pensó que era su tío y corrió a la ventana para confirmar su sospecha. Pero, en su lugar, encontró a una joven que no reconocía y que silbaba igual que él.
Dudó en acercarse, tenía muchísimos años sin escuchar ese sonido y, sin explicación, sintió angustia. Sin embargo, al verla darse media vuelta y acercarse al taxi, le dio miedo dejarla ir; y silbó.
Annet se detuvo y sus ojos emocionados se encontraron con los del conductor.
—Tome —Y, entregándole un billete azul, sonrió—. Ya se puede ir, ese tiene que ser él.
—Señorita, esta es mi tarjeta. Llámeme si necesita que la venga a buscar.
De la casa, salió un hombre delgado, canoso, caminaba lento y solo llevaba puesto un bermudas. De la mano colgaba una franelilla, pero el calor era tan incesante que poco le importaba su aspecto.
Resultaba muy atractivo ver la discrepancia en ambos. Por un lado, estaba Annet completamente segura de que ese era su papá; tenia dieciocho años sin verlo, pero esos ojos grises, grandes y saltones la ayudaron a reconocerlo tan pronto como lo tuvo al frente. Y, por otro, Abel, completamente confundido, pensaba: ¿quién era esta mujer desconocida que tenía una forma de silbar tan familiar? Nunca la había visto y no esperaba su visita. ¿Quién era?
Ella había soñado tantas veces con este momento, lo había idealizado con expectativas muy altas e irreales. Se imaginó que, al verla, la abrazaría y llorarían juntos. Él le pediría perdón y la niña que tanto lo extrañó volvería a sentir los gestos de cariño que guardaba en su memoria y que no se había permitido olvidar.
—Hola —Lo saludó con una sonrisa de oreja a oreja.
Él se quedó mudo, sabía que existía algo familiar en ella.
—¿Cómo estás? —Le preguntó su hija en un segundo intento de escuchar su voz.
El padre seguía sin palabras, con el ceño fruncido, tratando de recordar y de atar cabos; cuando, de repente, una voz a lo lejos rompió el silencio.
—¡Es tu retoño! ¡Abrázala tarúpido2!
Annet volteó y vio al taxista con casi medio cuerpo fuera de la ventana esperando que algo sucediera. No pudo contener la risa y, dirigiéndose a Abel, le dijo:
— Vamos, es hora de hablar.
- Azules: término local usado para referirse al As (Å), la moneda proveniente del norte de Wanadí.
- Tarúpido: combinación de tarado y estúpido.